Y a Dios que me perdone!

Toribio siempre creyó en la justicia. Como oficial de policía, dedicó su vida a proteger a los demás, convencido de que el bien siempre prevalece. Pero cuando su esposa fue diagnosticada con leucemia poco después de dar a luz, descubrió que la justicia no siempre está al alcance de todos.

Lo que debía ser el inicio de una etapa feliz en su vida se convirtió en una carrera contra el tiempo. Su esposa necesitaba un tratamiento urgente, pero los costos eran inalcanzables con su salario. Las promesas de un sistema de salud accesible se desmoronaron ante él: trámites interminables, respuestas tardías y seguros médicos que no cubrían lo suficiente. Cada día que pasaba era un golpe más, una cuenta pendiente, una oportunidad perdida para salvarla.

Toribio intentó encontrar soluciones dentro de los límites de la ley. Pidió ayuda, solicitó préstamos, buscó alternativas. Pero el tiempo no estaba de su lado y su esposa se debilitaba cada vez más. La desesperación crecía con cada visita al hospital, con cada mirada de su hijo recién nacido, con cada noche de insomnio en la que imaginaba un futuro sin la mujer que amaba.

Finalmente, llegó el momento en que sintió que ya no podía esperar más. Se colocó su uniforme, tomó su arma y salió decidido a conseguir el dinero que necesitaba, sin importar el costo. ¿A quién le importaban las reglas cuando su mundo se derrumbaba? ¿Qué sentido tenía ser un hombre de bien si eso significaba perder a la persona que más amaba?

Las horas siguientes fueron una mezcla de adrenalina, duda y determinación. Cruzar la línea entre el deber y la desesperación no es fácil, pero Toribio estaba dispuesto a hacerlo. Su historia no es solo la de un hombre enfrentando una crisis personal, sino la de miles de personas que se ven atrapadas en un sistema que los abandona cuando más lo necesitan.