En el interior de una casa oscura, aislada del mundo exterior, se erige una extraña columna de televisores antiguos, todos ellos conectados a una serie de cintas VHS. Este escenario, más allá de una simple acumulación de tecnología en desuso, se convierte en un santuario peculiar, un refugio oculto dedicado a los dioses olvidados de la era analógica. Las pantallas, cubiertas por el polvo del tiempo, emiten un constante crujido y estallidos inquietantes, distorsionando la imagen y el sonido hasta casi volverlos incomprensibles. Solo aparece un resplandor monocromático y estático, acompañado por un ruido blanco que inunda el espacio y, lentamente, envuelve la mente del espectador.
Este sonido blanco, monótono e imparable, crea una atmósfera absorbente que distorsiona la realidad, sumiendo la conciencia en una niebla densa que borra la distinción entre lo tangible y lo intangible. Aunque el ambiente invita a relajarse, a dejarse llevar por la calma que podría ofrecer la repetición de esos sonidos incesantes, cualquier intento de hacerlo es, en realidad, un peligro. Este no es un simple lugar para ver películas viejas. Las cintas VHS que llenan estos televisores contienen algo mucho más oscuro que simples imágenes: son receptáculos del mal mismo.
Cada carrete de película, aparentemente inofensivo y desechado por la sociedad, guarda dentro de sí la esencia de un mal profundo, una manifestación que trasciende lo físico y se impregna en la película. Estos carretes no fueron solo grabados con películas o recuerdos de tiempos pasados; fueron utilizados para captar, de alguna manera, una energía malévola que ha quedado atrapada dentro de ellos. Las cintas, que en otro contexto podrían haber servido para almacenar recuerdos o entretenimiento, ahora actúan como vehículos de una fuerza oscura, capaz de influir en aquellos que se atreven a mirar más allá de la superficie.