
A principios de los años 60, Nueva York se convirtió en el epicentro de una revolución musical que cambiaría para siempre la historia del folk. En el corazón de este movimiento emergió un joven soñador de Minnesota: Bob Dylan. Con apenas 19 años, dejó su hogar y viajó a la Gran Manzana con una guitarra, un puñado de canciones y una determinación inquebrantable.
Al llegar, se sumergió en el efervescente ambiente del Greenwich Village, donde los cafés y clubes nocturnos se convirtieron en su plataforma de despegue. Con su voz rasposa, sus letras cargadas de significado y una fuerte influencia de Woody Guthrie, Dylan comenzó a destacar en una escena repleta de talento. Lugares como el Café Wha? y el Gaslight Café le dieron sus primeras oportunidades, y pronto su música captó la atención de figuras clave de la industria.
En 1961, el productor John Hammond lo descubrió y le ofreció un contrato con Columbia Records, marcando el inicio de una carrera vertiginosa. Aunque su álbum debut pasó desapercibido, su segundo disco, The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), lo catapultó al estrellato. Canciones como Blowin’ in the Wind se convirtieron en himnos de una generación hambrienta de cambio.
Pero Dylan no solo hizo historia con su música; su poesía cruda y su espíritu inconformista lo transformaron en una voz clave dentro de los movimientos por los derechos civiles y contra la guerra. A medida que su fama crecía, también lo hacía su evolución artística, llevándolo a romper con las tradiciones del folk acústico para explorar un sonido más eléctrico. Su presentación en el Festival de Newport de 1965, donde tomó la guitarra eléctrica, marcó un antes y un después en su carrera y en la historia del género.
El ascenso de Bob Dylan no solo redefinió el folk, sino que también amplió los límites de la música popular. Su legado, construido sobre la innovación y la rebeldía, dejó una huella imborrable en generaciones de artistas y oyentes.