
En el verano de 2009, en medio del caos político que sacudía a Irán tras unas elecciones presidenciales fuertemente cuestionadas, el periodista Maziar Bahari fue arrestado sin previo aviso. Su crimen: cubrir las protestas para la revista Newsweek y mostrar al mundo una realidad que el régimen iraní prefería mantener oculta. Lo que siguió fueron 118 días de encierro, tortura psicológica y una lucha constante por no perder la esperanza.
Bahari fue llevado a la prisión de Evin, conocida por albergar a presos políticos, donde fue interrogado brutalmente. Pasó semanas con los ojos vendados, aislado, sin contacto con el exterior y expuesto a constantes amenazas. En ese estado de oscuridad e incertidumbre, llegó a reconocer a su principal captor no por su voz o rostro, sino por un detalle inquietante: el aroma a agua de rosas que lo precedía en cada sesión de interrogatorio. Ese perfume, símbolo de paz y espiritualidad en la cultura persa, se convirtió para él en la marca del miedo y el tormento.
Durante los interrogatorios, se le exigió que confesara crímenes que no había cometido, incluyendo espionaje. El régimen intentaba fabricar una narrativa que justificara la represión y disuadiera a otros periodistas de reportar libremente. Pero Bahari, pese al dolor físico y emocional, se resistió. Sabía que ceder era legitimar un sistema de silenciamiento y censura.