
Thomas no tiene la intención de cambiar el mundo, pero su habilidad única lo coloca en una posición crucial para intervenir en situaciones donde otros no pueden. Con la capacidad de ver y comunicarse con los fantasmas, y aún más inquietante, con los espíritus malignos que se alimentan del sufrimiento ajeno, Thomas se convierte en una figura indispensable para el jefe de la policía local. Los espíritus que percibe no son simples presencias etéreas: son heraldos de violencia, manifestaciones de la maldad inminente que se avecina, alertando de próximos crímenes y actos crueles.
A lo largo de su vida, Thomas ha aprendido a lidiar con estas visiones, utilizando su don para asistir a la policía en la resolución de crímenes. Sin embargo, lo que comienza como una colaboración con la ley local para resolver casos de asesinato y desapariciones, pronto se convierte en un escenario mucho más oscuro y aterrador. El equilibrio de su mundo se ve alterado cuando comienza a notar una proliferación inusual de estos espíritus malignos, lo que le sugiere que algo siniestro está ocurriendo.
El punto de inflexión llega cuando Thomas observa cómo estos fantasmas se congregan alrededor de un misterioso forastero. La intensidad de la presencia de estos espíritus es tal que le resulta imposible ignorarlos. A medida que profundiza en la investigación, descubre que el hombre al que sigue una multitud de entidades oscuras ha erigido un santuario, pero no uno cualquiera: se trata de un refugio para asesinos, un lugar donde se dan cita aquellos que han cometido actos atroces y buscan una forma de redención o, en algunos casos, simplemente un espacio donde continuar con sus maldades sin ser molestados por la justicia.