
En una era donde las buenas intenciones abundan tanto como las campañas de crowdfunding, dos jóvenes miléniales decidieron lanzarse al mundo del activismo digital con una idea ambiciosa: crear una plataforma de justicia social que transformara la forma en que las personas participan en causas sociales. Con más entusiasmo que estructura, y más sueños que habilidades técnicas, iniciaron su campaña en línea con un objetivo claro: conseguir financiamiento para desarrollar una app que conectara a activistas, organizaciones y ciudadanos comprometidos.
Lo que no esperaban era que el plan funcionara.
Contra todo pronóstico —y quizás contra toda lógica— la campaña captó la atención de cientos de personas que, conmovidas por el idealismo del proyecto, decidieron aportar económicamente. En cuestión de semanas, estos dos emprendedores improvisados no solo habían alcanzado su meta de financiamiento, sino que la habían superado con creces. La emoción inicial pronto se convirtió en una realidad abrumadora: ahora sí había que construir la aplicación.
Aquí es donde la historia toma un giro tan cómico como realista. Con el dinero en la cuenta, los protagonistas se enfrentan a una verdad incómoda: no tenían ni idea de cómo crear una app. El entusiasmo que impulsó la campaña se convirtió en ansiedad, reuniones caóticas, tutoriales de YouTube a altas horas de la madrugada y llamadas desesperadas a desarrolladores freelance. Lo que parecía un problema abstracto —»luego vemos cómo lo hacemos»— se convirtió en el centro de su existencia.