
En El Luchador, dirigida por Darren Aronofsky, el espectador se sumerge en la vida de Randy «The Ram» Robinson, interpretado magistralmente por Mickey Rourke. Este personaje, una leyenda del wrestling en los años ochenta, enfrenta el inevitable desgaste del tiempo mientras intenta aferrarse a los últimos vestigios de su antigua gloria en el decadente circuito independiente de lucha libre.
Randy ya no combate frente a multitudes en estadios llenos, sino que se presenta en gimnasios escolares y centros comunitarios, donde los reflectores han sido reemplazados por luces fluorescentes y el clamor del público se ha vuelto un eco lejano. A pesar de sus problemas físicos y el evidente deterioro de su salud —consecuencia de años de castigo en el ring—, sigue aferrado a su identidad como luchador, incapaz de imaginar una vida fuera del cuadrilátero.
Sin embargo, un problema cardíaco lo obliga a reconsiderar su camino. Es entonces cuando Randy empieza a cuestionarse si existe una vida más allá del ring. Intenta reconstruir los lazos con Stephanie, su hija, a quien abandonó en el pasado. La relación está cargada de resentimientos, silencios incómodos y heridas abiertas, pero Randy busca una redención tardía que parece siempre escurrirse entre sus dedos.
En paralelo, encuentra un posible refugio emocional en Cassidy, una stripper interpretada por Marisa Tomei. Al igual que él, Cassidy también lidia con el paso del tiempo en un entorno que valora la juventud. Ambos comparten la sensación de estar atrapados en mundos que ya no les pertenecen, intentando reinventarse mientras luchan contra sus propias derrotas.