
Vivimos en un universo que creemos conocer, pero bajo la superficie de nuestra realidad cotidiana se esconde un mundo que opera con reglas propias, inaccesibles para la mayoría. Es un espacio donde la línea entre la vida y la muerte se desdibuja y donde lo que consideramos real es apenas un reflejo de algo más profundo y enigmático.
En este plano oculto, el tiempo no sigue un curso lineal. Nuestras acciones no son eventos aislados, sino que generan ecos en dimensiones paralelas que apenas podemos concebir. Un simple roce en una calle concurrida podría significar mucho más en este otro ámbito. Un gesto fugaz, una mirada, una sonrisa, pueden ser la antesala de tragedias o desenlaces que escapan a nuestra percepción consciente. La seguridad con la que asumimos nuestra existencia es una ilusión construida sobre una estructura invisible y fluctuante.
Dentro de esta dimensión paralela, todos hemos sido tanto culpables como víctimas. La esencia de quienes somos no se define únicamente por nuestras acciones en el mundo tangible, sino también por los eventos que ocurren en ese otro plano, donde cada individuo carga con historias ocultas, decisiones impensables y consecuencias inevitables. En este espacio, asesinos y asesinados coexisten en una misma conciencia fragmentada, en una paradoja que desafía nuestra comprensión de la moral y la identidad.
La creencia de que tenemos un control absoluto sobre nuestra vida es un espejismo. A nuestro alrededor, fuerzas invisibles mueven los hilos de los acontecimientos, alterando nuestras decisiones y destinos de maneras que apenas podemos intuir. Nos aferramos a la percepción de estabilidad y solidez en nuestra existencia, pero, en realidad, habitamos una construcción frágil, destinada a desmoronarse en cualquier momento.